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Seis candidatos presidenciales y un precandidato víctimas mortales en la historia de la política en Colombia

Colombia carga con una herida histórica que atraviesa ideologías, gobiernos y generaciones: es el país de América Latina con más candidatos y precandidatos presidenciales asesinados. Siete líderes que aspiraban a dirigir la nación fueron silenciados por la violencia política, marcando décadas de miedo, frustración ciudadana y un permanente cuestionamiento a la solidez de la democracia.

El primero de ellos, Jorge Eliécer Gaitán (Partido Liberal), fue asesinado el 9 de abril de 1948 en Bogotá, bajo el gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez (Partido Conservador). Su muerte provocó el estallido del Bogotazo y el inicio de una era de violencia bipartidista.

Más de 40 años después, durante el mandato liberal de Virgilio Barco Vargas (Partido Liberal), la política volvió a teñirse de sangre: en tres años fueron asesinados Jaime Pardo Leal (Unión Patriótica, 1987), Luis Carlos Galán (Nuevo Liberalismo / Liberal, 1989), Bernardo Jaramillo Ossa (Unión Patriótica, marzo de 1990) y Carlos Pizarro Leongómez (Alianza Democrática M-19, abril de 1990). Fueron años de máxima tensión, con el país atrapado entre la presión del narcotráfico, los conflictos armados y una profunda inestabilidad en la seguridad de los líderes políticos.

En 1995, bajo el mandato liberal de Ernesto Samper Pizano (Partido Liberal), fue ultimado Álvaro Gómez Hurtado (Partido Conservador), en un crimen que permaneció sin esclarecer durante 25 años hasta que las FARC reconocieron su autoría en 2020.

Tres décadas después, el 11 de agosto de 2025, la historia volvió a repetirse. Durante el gobierno de Gustavo Petro Urrego (Colombia Humana / Pacto Histórico), falleció Miguel Uribe Turbay (Centro Democrático), precandidato presidencial, dos meses después de recibir un disparo en un acto político en Bogotá.

Estos magnicidios muestran que, en Colombia, disputar la Presidencia ha sido históricamente un riesgo mortal, sin importar quién ocupe la Casa de Nariño o el color político del momento. El poder de las balas, en ocasiones respaldado por estructuras criminales y silencios oficiales, ha dejado claro que en este país los proyectos de cambio pueden terminar bajo tierra antes de llegar a las urnas.

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